Las horas previas al ocaso
me han traído en horrorosa dulzura
la sensual tristeza de Alexis
tras los cristales de cierta morada en Viena;
la perfecta visión, acaso rigurosa,
del trazado camino que ha erigido
el sol en su andar milenario;
ese ondular de las hojas en la brisa viajera
modificando el espacio tiempo en su simple danzar.
Conozco el temible acecho de estos dones
cuando en la sanadora presencia de la luz
aceptaba que el silencio no era la callada voz
ni el anhelo de poblar en voluptuosa imagen
estos versos cargados de tardía laboriosidad;
el silencio era otra forma, consciente y sufrida,
de estar acompañado en el acto de vivir.