Qué alarmante es la noche, qué seductora
cuando de los últimos ecos del atardecer
ha hecho del tiempo una fúlgida tiniebla.
No es el mar un idílico azul de rara profundidad,
no es el verdor de las islas que antaño
cedieron a la música griega, de oro y de vino.
No es mi corazón el rojo sueño de mil venas,
no son tus manos, invisible mujer que acaso espero
el mármol donde declinan, silenciosos, los libros.
Es la noche astronómica de palpitante fuga
donde en constelada filigrana reposan
las aguas de olvidadas costas; es la noche
en que palabras de humo se elevan
a la sabana celeste donde me contemplo y donde muero.