La hora interior 11. El oficio de la mirada





LA HORA INTERIOR

11.  El oficio de la mirada.



“(…) has cerrado los ojos y entras y sales de ti mismo
a ti mismo por un puente de latidos:
EL CORAZÓN ES UN OJO”.
-Octavio Paz, La casa de la mirada.

No despierto aún ante los aromas terrenales que con grato insomnio derraman su brisa matutina sobre los campos, el hombre sigue recostado en la litera de pino tallado. Sabe que el mundo  rueda interminable como una esfera de cristal cuyo centro está en todos los sitios. Junto a él pasan las horas y en ellas la memoria de ciertos días ultrajada por la pasión de ciertos rostros, de ciertas cosas cuya forma, ciertamente, no habrá cambiado desde aquel remoto pasado. Piensa que es bueno leer antes de hundirse en la sala de su casa para desembocar en el frío corredor de pálida baldosa donde se cierne el rocío de la aurora. Al azar toma Hojas de hierba, de Walt Withman, en la noche había soñado con volver a los poemas de Álvaro Mutis y de Meira Delmar, pero también pensó que toda elección es arbitraria y que las tretas del sueño rara vez tienen un sentido común. Leyó en Withman, acaso recordando que aquel poeta escribió un solo poema para todos los hombres:

Quédate conmigo este día y esta noche y tendrás el origen de todos los poemas,
tendrás lo bueno de la tierra y del sol… quedan millones de soles,
no volverás a experimentar las cosas de segunda o de tercera mano… ni verás con los ojos de los muertos… ni te alimentarás de espectros en los libros,
tampoco verás de mis ojos ni conocerás las cosas a través mío, oirás y discernirás por ti mismo.

Cada palabra está desnuda, arroja su sombra sobre la fatalidad de nuestro cuerpo; cada palabra nos remite a nosotros mismos, como cada acto remite al primer hombre. Whitman abundó en caóticas y felices enumeraciones; su poesía es tan nuestra como suya. El día inicia con un poema: si la mañana es de un azul vegetal entonces prefiere a los románticos ingleses; si la niebla es densa y blanca, Marguerite Yourcenar entra a compartir la soledad y el silencio; con ella se pueden descifrar los sueños y convertirles en una triste minucia de cenizas. Sin embargo, no gusta de la cotidianidad; todo deseo circunscrito en hábitos deberá ceder al cambio por mayor o menor esfuerzo.
La mañana es luminosa y el aire es débil, apenas un susurro entre las olorosas hojas de los eucaliptos. Ha caminado un poco: subió por el camino empedrado hasta el estanque donde en cierta noche se vio extensión de las estrellas. Contempló la huerta enmudecida aún por el rocío y desvió la mirada sobre el valle de manso cuerpo. ¿Qué es aquella sensación de la tierra en su estado más virgen, claro e inocente? ¿Por qué la hora matinal coronada de rayos de sol entre un cielo de colores marinos, tiñe de primavera cada filamento de cada planta hasta hacerlo materia leve y delicada? ¿El pájaro habla con los vientos? ¿Qué respiran las piedras en su callado lenguaje?
Le atraían las preguntas y la extrañeza y la perplejidad. Ante él se multiplica el asombro, creyendo que éste es el corazón palpitante de algún dios que sobre estas tierras vigila con hechizado consuelo. Era discreto con el cuerpo y la voz, su mirada, traviesa, desnudaba las ignotas y sobrehumanas formas de las nubes, todas ellas trazaban una suerte de relato fantástico sobre la ancha piel del cielo: tal vez el valiente Ulises navegó entre mares furiosos donde olas de blanca espuma golpeaban la barca hasta desaparecerla por su misma condición de nube. Mirar era conocer, reconocer; mirar era para él descubrir la escritura de la gota de agua sobre el herido tronco del viejo sauce; mirar era saberse de un tacto que no le negaba su ser mismo.
Pero el día con sus lentos aromas de viento raudo, con su apenas visible quietud en el medio día sin sombra, iba superponiendo la rígida y voluptuosa necesidad de escribir. El hombre ignoraba la suerte de sus versos, lo poco que había escrito le había merecido unos cuantos elogios de cercanas amistades, no así, descreía de llamarse poeta, título que, ciertamente, el tiempo con sus azares y sus fechas sobre una lápida habrá de otorgar en su justa medida.
La poesía acecha en cada instante, es latente, es una onda con alma que deja círculos en el río que corre junto a nosotros. La poesía no es otra cosa que una promesa hecha de secretos y de misterios; la poesía es la roja flecha que en su vuelo deja una finísima música en el aire de su danza; la poesía es vacío creador sin nombre porque todos los nombres pertenecen a ella.
Sumergido en oscuras reflexiones sobre el tiempo y la memoria, sentía muy hondo en su cuerpo, una leve molestia como de enfermedad naciente o de un pasajero amor de negro cabello y  salvajes labios. La necesidad es un vino que al fin termina por ser bebido, y en su cauce de dulce embriaguez ha de hallarse lo que, en cierta forma, nunca fue buscado y jamás solicitado por otros. Ya las palabras van acechando en la mente y un cosquilleo como de flácido pelaje felino entre las manos, va dejando efluvios incomprensibles. Es el poema, piensa él, el poema que pide ser palabra, y la palabra pide ser poema en el abrazo interminable de la poesía. Unas palabras vienen, otras escapan, son un surtidor que acelera su danza al caer la tarde de ámbar. Luego, de nuevo, los ojos se pierden en el poniente de codiciado oro, y las montañas a lo lejos se revisten de un pálido color de quemadas nubes, y el viento deja de agitar las copas de los pinos y de las acacias; todo es quietud en la hora fugaz del ocaso. Algo susurra, algo desea inventarse, algo huye y reaparece cuando el sol se ha hundido en un océano calmo donde las tinieblas son el horror, el olvido y la belleza en la blanca simetría de la creciente luna o en la fulgurante perla de la estrella.
Algo quiere dormir en las salas amargas de la noche, la mirada, que ya, secretamente, habrá escrito el poema.



Wilson Pérez Uribe.


La hora interior 10. El astrófilo







LA HORA INTERIOR

10.  El astrófilo.

III: La noche de los astros: entre las palabras y el silencio.

En ciertas memorables páginas que Octavio Paz dedicó a André Bretón y al surrealismo, leemos: “El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse”. El hombre no es más que un ser amoroso que siente la viva encarnación de sus sueños en todo lo que desea. No menos razonable es la afirmación del nobel mexicano que las mismas palabras que se desprenden del término astrófilo. La etimología nos ha enseñado, ya a expensas de la tradición, que la raíz griega áster- significa estrella, y philos- significa amor. Oculta está la palabra imaginación en la vertiente nominal de astrófilo; fundidas en su piel yacen los verbos mirar, contemplar, observar, admirar. Astrófilo no es más que, retomando a Octavio Paz, un ser que imagina, pero cuyas formas de imaginar siempre han de partir de su interior hacia el exterior: el firmamento nocturno.
¿Dónde reside la mayor y más poderosa satisfacción del astrófilo? Como el antiguo nómada que trazaba especulaciones en la noche constelada, en el mediodía sin sombra o en la bifurcación del relámpago, el astrófilo se deleita con la contemplación de los objetos celestes. La proyección de su ser no la otorgan las vanas materias terrenales, el cosmos con sus secretos y su música de onda de luz y de pasado, ha de conferir de todo cuanto goce pueda soportar la maravillada pupila y el crepitante latir del corazón.
¿Qué es aquello que puede generar una lágrima, una profunda emoción o las sílabas de una reflexión cuya fisionomía de reptil o de pez también surgió de la formación, gota a gota, de elementos pesados y débiles a partir de la gran masa de una estrella en constante combustión?
El suscitado interés por la observación del cielo estrellado no es un acontecimiento moderno, salvo por los instrumentos, ciertamente debe ser considerado como un fenómeno de milenios. Quizá el sentido se haya redimensionado con la aparición del primer telescopio en la época de Galileo Galilei, pero no así la perplejidad o todo claro atisbo de asombro que está más allá del rígido dictamen positivista, que no deja de ser válido para la comprensión de ciertos fenómenos físicos. Quizá la noche sea inmutable con todas sus leyes y sus secretos y sus bellezas, pero los ojos desgarrados por el temblor luminoso de una estrella, pensemos en la multicolor Sirio o en el sistema de Alfa Centauri, sólo ceden al gemido, al llanto, a la exclamación o, en su defecto, a la palabra.
El astrófilo vive entre el silencio y las palabras, no un silencio ciego frente al exacto desorden del firmamento o una palabra sesgada por la condición natural del hombre. Un silencio vivo, atento, desnudo a lo imprevisible; una palabra reveladora del ser y de lo sagrado, que manifieste la conexión entre el flujo sanguíneo y los átomos danzantes en el centro galáctico; una palabra puente, una palabra poética que se desnude en la primitiva conciencia de todo sentir y todo pensar.
Acaso el hecho de admirar las estrellas se convierta en un viaje personal que en su singularidad, está transido por la historia planetaria. Es fácil afirmar que cuestiones tales como la existencia de vida en otras latitudes del cosmos concierne a muy pocas personas, no obstante, hay otros puntos, además del interés por saber qué hay más allá del universo observable, qué hay de cierto en la teoría del multiverso o en la teoría de cuerdas, que evidentemente exige la atención de nosotros como seres humanos: el cuidado del planeta Tierra para continuar en la cotidiana y feliz admiración de los fenómenos naturales. Dependemos de la naturaleza: los campos son nuestros principales proveedores de alimentos, los mares se han convertido en una despensa que creemos inagotable, los bosques, los ríos han sido ultrajados de su riqueza inmaterial. La naturaleza humana es fluctuante; muta entre la belleza y el horror.
Somos un solo planeta, un vulnerable cuerpo celeste que gira alrededor de una estrella mayor, el Sol, que, a comparación de otras tantas, es una pequeña esfera que ocupa una diminuta porción de la Vía Láctea. Somos un grano de arena, un punto de pálida luz azul, así como calificó Carl Sagan a la Tierra luego de recibir, un 14 de febrero de 1990, una fotografía tomada por la sonda espacial Voyager  I, a una distancia de 6000 millones de kilómetros de nuestro planeta. Concierne entonces al astrófilo interrogarse a sí mismo y a la humanidad, no tanto por descubrir una suerte de poética del cosmos, sino para reflexionar sobre cuál ha sido la posición que como humanos hemos tomado frente a nuestro hogar, ese quebradizo espejo cargado de dioses, de civilizaciones, de ciudades, de tantos e indescifrables afanes; de tantos e incomprensibles conflictos.



La noche cantada por los poetas, descifrada, caminada, enternecida por la dualidad del silencio y del bullicio, la noche de los astros en la que Buda despertó, la antigua noche de Ulises sobre la pleamar, la noche danzante para los rostros de Shakespeare, la noche de ojos negros para una luna temblorosa en los dedos de Beethoven, Chopin y Rachmaninov. La noche encendida por los sacrificios de los aztecas, la tatuada noche de brillos y de ausencia, la innombrable noche que sólo vieron Homero, Milton y Borges. La noche astronómica de obsidiana, de vastedad, de vago consuelo para los conmovidos, vagos, enamorados ojos del astrófilo, ese hombre, esa mitología hecha de frágil polvo de estrellas.


Wilson Pérez Uribe.