La madeja y la estrella II VIII Poner orden a las cosas


La madeja y la estrella II

-Retratos de familia-

VIII
Poner orden a las cosas, desempolvar el espejo para que cada una observe su rostro diverso: el piano es un gato que se ovilla en lo más alto del tejado y ronronea. Los árboles son estatuas que se aquietan para que la luz descubra en ellos sus secretos. La música es una brújula que siempre señala hacia adentro. La noche es una hoguera distante. La memoria es una casa siempre abierta. La pintura es una tinta sin nombre; pintamos sobre una superficie para descubrirlo. El río es una barca sobre la cual viaja el tiempo. El mundo solo es una palabra de cinco letras. Las palabras son sombras que se posan sobre las cosas para que puedan ser nombradas.

La madeja y la estrella II: VII No tengo más palabras para ella


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VII
No tengo más palabras para ella que no sean un lápiz desgastado o un libro de páginas mal escritas. No tengo más palabras. A ella la resumiría en el silencio, esa otra voz que el viento pronuncia al agitar las hojas del guayacán. Retorno a los lugares comunes: tierra sin arar, habitaciones de la casa, sillas delante del crepúsculo, y no encuentro la sombra de su cuerpo. No tengo palabras, no las poseo: ella me enseñó que la tristeza es un río que danza en la memoria y que la voz de la infancia es una llama que no nos atrevemos  a apagar.

La madeja y la estrella II: VI Vuelvo a las viejas fotografías


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VI
Vuelvo a las viejas fotografías conservadas en un armario de uniforme talladura. Descubro la tierra herida con soles amargos. Comprendo, una vez más, que el poema bebe de esa agua turbulenta donde los años eran una vasija de arcilla y un techo de caña apilada. De mano en mano van pasando esos breves instantes, hoy páginas imborrables en la memoria: las paredes de la casa estaban pintadas con cal; el techo, las ventanas, los postes, eran materia frágil para la adoración de las noches azules. El corredor, la senda de pinos y eucaliptos, el seto, las piedras dispersas: yo acumulé esos dones en la casa de la mirada, hoy los suavizo en su textura de polvo recordado. Hubo una vez en que esas humildes presencias, sin adornos vanos, significaron la corta vida que perdí y que hoy recupero.

La madeja y la estrella II: V La piedra


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V
La piedra fue arrojada por su mano de niño. Un brote de pino sostuvo su primer paso sobre un mundo inestable. Un drama antiguo le cegó los ojos de su infancia: ¿por qué lo más frágil sobrevive ante la herrumbre de los años?, ¿por qué la muerte tiene el color de un sol que se ahoga en el agua?

La madeja y la estrella II: IV Yo era el caminante



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IV
Yo era el caminante, desandaba mis huellas de niño en la espesura de hojas muertas. Yo creí en la luz y en el destierro, en la madera que mira al cielo y en los callejones de piedra. Levemente fui abandonado en el mundo. Me salvaron una tribu de estrellas y los dones de la palabra ocultos en el corazón de un pájaro.
Yo era el caminante, y al andar palpaba con los pies desnudos la carne de la tierra. De niño, bella edad en que no se teme a la intemperie y la humildad es un ardor que no se padece, sostuve la agotada rama de un pino para aprender que la vida es fragancia que se disipa y flecha disparada que el aire equilibra.
Yo era el caminante de los rojos caminos que llevaban a una sola morada, allí la habitación, el agua fría, las puertas entreabiertas; allí el tejido y la sombra, la aurora de pétalos rosas y el rostro de una mujer que feliz me aprisionó en sus brazos.
 Yo fui el caminante, y al andar sostuve el peso del mundo con la firmeza de mis pequeños pasos.

La madeja y la estrella II: III Tiempo. Habitación...



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III
Tiempo. Habitación. Patio. Agua. Caballo. Las palabras se pronunciaban como si en los labios tuviéramos un talismán mágico. Nada sabíamos de nosotros mismos, no importaba. La lluvia y la tierra húmeda nos enseñaron el lenguaje de los placeres sencillos. Bastaba recoger en la palma de la mano las últimas gotas del tejado para creer que aquello era la fuente de un gran río. Bajo la cornisa de pinos y de eucaliptos nos deslizábamos junto al perro que corría tras de nosotros. Ese noble animal jamás traicionó su porvenir de compañía; nunca comprendimos por qué se marchó en una mañana de nubes ligeras. Yo recordaba los meses de diciembre, ella las tardes en que pintábamos paisajes con colores malgastados. Yo odiaba el frío y el silencio, ella aceptada la ventisca sobre los árboles. Yo descubrí en su tacto hermano que las cosas pérdidas siempre se encuentran y que el nombre de la noche es el de una manta con mil agujeros.

La madeja y la estrella II: II Tras de mí


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II
Tras de mí hay una generación de hombres de pálidas rutinas. Juntos amasaron el pan del día a día y vieron caer la lluvia sobre el mismo tejado. Mi memoria está poblada de una casa, de un huerto, de un estanque. Las palabras que llegaría a pronunciar provenían de una música remota: el silbido de tres hombres cuyos rostros contemplaron la pobreza y aceptaron las pequeñas dádivas de un gesto perdido en el mundo. Estos hombres me enseñaron a vivir; yo he de aprender a morir.

Wilson Pérez Uribe en el 27º Festival Internacional de Poesía de Medellín



La madeja y la estrella II: I Mis días



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I
Mis días están hechos de dádivas que atesoro. He desgranado en el huerto el maíz de granos dorados y riego los últimos brotes. El alma entera es un universo; confieso que ve rendirse su poder ante esos actos de valerosa sencillez. Mis padres, hombres sabios de los campos, demiurgos de las estaciones, geógrafos de su parcela de tierra, me legaron el honor de amar en el mundo todo aquello que exigiese un poco de esfuerzo para crecer. De sus manos heredé la azada y la pluma, de sus ojos el asombro por los milagros de la siembra, de sus voces la valentía para aceptar la ignorancia y la fragilidad del cuerpo. Son cosas que se viven, pequeños detalles de un presente que torna ser natalidad, comienzo posible. Y ahora que me detengo a pensar, en este instante en que la sangre es un río que fluye, celebro el día en que mi madre puso en mis manos el carbón del lápiz para que aprendiera a dibujar un pájaro de palabras que hoy emprende vuelo sobre la página que me escribe al escribirla.