La hora interior 6. En la escritura las palabras; en las palabras el silencio






LA HORA INTERIOR

6.  En la escritura las palabras; en las palabras el silencio



 “Palabras, frases, sílabas, astros que giran alrededor
de un centro fijo. Dos cuerpos, muchos seres que se
encuentran en una palabra. El papel se cubre de letras
indelebles, que nadie dijo, que nadie dictó, que han 
caído allí y arden y queman y se apagan. Así pues, 
existe la poesía, el amor existe. Y si yo no existo, 
existes tú”.
Octavio Paz <Hacia el poema>


Deshilvanar el tiempo en fracciones de instantes: los caminos recorridos, los ponientes tatuados en la memoria, las noches ávidamente contempladas, los rostros humanos que nos miraron y, debidamente, nos olvidaron; la primer palabra pronunciada, el primer trazo que rasgó la túnica de los dioses puesta sobre nuestra inocencia. Acaso la vida no es más que el transcurso inevitable de ciertos nombres, de ciertos lugares; acaso no es más que una serie de actos ejercidos en respuesta al dócil misterio que incesante fluye en las venas de este planeta.
No menos falsa resulta ser la creencia de que las palabras hacen eterno y luminoso un solo instante: la lluvia musical sobre el tejado, la sombra proyectada por una corteza de árbol muerto en el Sahara, el prolongado tañido de una campana en la sagrada belleza de un templo budista. Las palabras son entidad, identidad; arraigadas en la memoria de los hombres por fuerza de la tradición, iluminan lo retraído en las sombras; en su permanencia el ser descifra lo suave, lo áspero, lo dulce, lo amargo. Las palabras son el alma del tiempo, son esa frágil materia donde la escritura respira entre una bocanada de aire, de humano silencio.
Escribir es una tarea dispersa, de retazos, no existe, en un primer momento, un centro fijo, inmutable. Las palabras, en su andamiaje, rigen la escritura; el hombre crea bajo una suerte de sombra verbal. El punto de llegada es la vida misma, ya que en ella convergen el pensamiento íntimo que se tiene sobre el mundo y la mítica voz de la naturaleza, fuente primordial de toda experiencia. En el trozo de papel palpitan las sílabas y el corazón humano, el orden se teje en un ritmo consciente en favor del lenguaje. Quien escribe, quien delinea sobre la piel del presente símbolos que se corresponden, ha consagrado a las palabras el don de ser cuerpo vivo, sensible.
Mientras se escribe se mora en la soledad, existe en ella la dualidad entre una vana conquista y una dolorosa pérdida: vuelan, se detienen, resuenen, callan ciertas palabras; se camina, se retrocede; arden infiernos, florecen paraísos; se trazan imágenes, ideas, voces; lo inesperado despierta, lo común se aniquila; se erigen templos, luego la libertad es aceptar las ruinas. Mientras se escribe se vive y se muere.
A la larga todo se convierte en uno, la escritura halla su armonía, su propio oleaje, entrelaza sus constelaciones, gira milimétricamente en torno a su hallada espiral; toda escritura es una subversión contra el tiempo para estar en el tiempo. Escribir la palabra Piedra, la palabra Agua, la palabra Corriente, la palabra Mirada; escribir la palabra Música, la palabra Atardecer, la palabra Niebla, la palabra Palabra para fundar con lo que se piensa, con lo que se siente, con lo que se vive, un río que ha de fluir, interminable, entre la página y el tacto del otro; ese que nos pertenece sin pertenecernos de algún modo. Escribir para salvar de lo efímero los instantes, para dialogar con lo indecible, con lo callado. Escribir es escuchar las palabras en el fondo del silencio.



Wilson Pérez Uribe

El Astrófilo IV




Memorable la noche de lustrado brillo,
en que, luego del cantar de la lluvia,
abandoné la secreta escuela cuyas
artes declinan en el libro y en el verso,
para andar bajo la niebla silenciosa
hasta la alta colina donde el estanque quieto
hilvana en su húmedo sueño la onda
y el deseo de perderse en el Amazonas.
Arrebatado por el ilusorio reflejo
cedí al hechizado palpitar de los astros,
y allí, en las amplias fuentes de enigma y de luz,
entreví al hombre que se descubre
inmortal bifurcación, extraña melodía
de una estrella que fulge desde el pasado.

(C) Wilson Pérez Uribe





Un poema de Wilson Pérez Uribe en la Revista La Tagua 129



La hora interior 5. John Keats: la humana poesía






LA HORA INTERIOR

5.  John Keats: la humana poesía



A THING of beauty is a joy forever: 
Its loveliness increases; it will never 
Pass into nothingness; but still will keep 
A bower quiet for us, and a sleep 
Full of sweet dreams, and health, and quiet breathing. 
- John Keats, Endymion. Book I.


Escribo estas líneas mientras observo un retrato de John Keats: la luz del poniente se filtra entre los brezos hasta llegar dispersa, y no menos uniforme, a la habitación del poeta. Reclinada su mano derecha sobre el libro de poemas y la otra sosteniendo la inmensidad del pensamiento, como si el tiempo fuera la luz y el mundo unas cuantas páginas. Al fondo yace la biblioteca compartida, casi virgen, y en la pared un retrato que en su ilegibilidad torna a ser Shakespeare envuelto en una bruma de amores y de olvidos. Quien lee, quien permanece felizmente perdido en las palabras, presto a la belleza con sus misterios, presto al incesante fluir de las horas con todas sus leyes, habrá justificado una diminuta porción de lo que es su vida. Alguna vez Keats escribió: “soy de la idea de que un hombre podría pasar una vida muy placentera de este modo –déjale que cualquier día lea una cierta página de plena poesía o prosa destilada y déjale que pasee con ella (…) y se haga con ella, y profetice sobre ella, y sueñe con ella”.
John Keats como poeta no fue un genio, únicamente, de manera indudable, confió y fue fiel a sí mismo. Su poesía no alberga compromisos, es un continuo callar sin sanciones ni prejuicios reaccionarios, su materia poética es delicadamente personal y por eso mismo envuelta en el fluir del yo ante las cosas terrenas. Julio Cortázar confiesa que “lo desagradable de John Keats está en que es un encantador”, y frente a ello hay que añadir que fue profundamente individual, “pues me parece –expresa- que casi cualquier hombre podría como la araña tejer sus propios interiores, su propia ciudadela aérea (…)” y, en una carta dirigida a uno de sus amigos editores, dice: “nunca escribí una sola línea de poesía con la menor sombra de lo que el público pudiera pensar”.
La poesía es un arte que trasciende, su forma y significación particular, vestidas de lenguaje y experiencia, anudan los límites hasta revertirlos en la sonoridad de una palabra que ha contraído en su anatomía, tanto el dolor como el placer, tanto el ancho universo como la fugacidad de un instante. Dice Keats: “creo que la poesía debería sorprender al lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un recuerdo”. 
El creador de Hiperión, el poeta de las mañanas soleadas, del ruiseñor nocturno; el cantor de La Belle Dame Sans Merci, el nadador en las turbulentas aguas del amor; aquel que sintió, en sus últimas horas de vida, crecer sobre él las flores, y que sintiendo el peso del aire en su respirar, pidió grabar sobre su tumba el silencioso epitafio que reza: Aquí descansa aquel cuyo nombre quedó escrito en las aguas. John Keats, cuya razón poética deambula entre las sensaciones más que en el pensamiento, cuyos ojos ávidos de John Milton o Edmund Spenser y que se deleitaron con el mito heroico de los griegos, cuya mano arrebató de los sueños versos como “el enorme saber me transforma en un Dios”, “la poesía de la tierra no cesa nunca” o “el tacto tiene memoria”, comprendió que la poesía está latente en el ser humano, sin adornos pretenciosos sino naturalmente, como la nube de oro al ocaso o el beso a los amantes, y es en él, en su primigenia unidad, donde ella debe “resolver su propia salvación”.
Mientras releo algunos poemas, como Oda al otoño y Oda a una urna griega, pienso en el Keats recostado en su cama, escuchando los sonidos nocturnos que preceden al alba, repitiendo en su memoria el éxtasis de la brisa entre el jardín y la retama en días estivales, y de golpe advierto que su palabra es el eco imperturbable, la dicha inmerecida por los hombres y el frágil latido de la hermosa simplicidad que nos otorga la naturaleza.

Wilson Pérez Uribe