LA HORA INTERIOR
7. El astrófilo.
I: Los dones primitivos de la noche.
Acaso no sea más elemental el curso del tiempo en una onda sobre un estanque de agua; acaso no sea más perfecta la espiral que ilustra la hoja del eucalipto en su vertiginosa caída hacia la tierra que la primera contemplación del hombre antiguo al cielo estrellado. Todos llevamos, como un tatuaje o una huella imborrable, el resquicio de esas asombradas pupilas, no porque sea la misma estrella la que se observe, sino que siempre habrá una nueva revelación para aquel que destina sus horas nocturnas a la observación del firmamento. ¿Será una herencia, un instinto o una hermosa necesidad? Como la conjugación del espacio tiempo en la pronunciación de una palabra, toda pregunta, interminablemente, llevará a otra, y a otra, y así hasta el infinito. El deleite mezclado con el asombro, el horror entretejido con la belleza, lo inmensurable confundido con lo diminuto y sencillo; el cosmos, siempre objeto de rigurosas investigaciones, de trenzadas leyes y honrosas especulaciones científicas, también arroja su remota y callada música a unos ojos que desnudan en poesía su cuerpo de fúlgida tiniebla.
Los primeros registros astronómicos datan de unos 20.000 años atrás. El hombre prehistórico, asiduo caminante y persistente recolector de alimentos, hizo, tallando en la dureza de la roca, el hueso o la corteza, los primeros grabados sobre el ciclo lunar o los astros más luminosos del cielo estrellado. Los hallazgos en las ruinas de templos de estas observaciones, aunque transidos por la duda de los milenios, no son menos asombrosos: alzar la mirada al firmamento, tomar datos empíricos sobre el día y la noche, refieren Telmo Fernández y Benjamin Montesinos, en su libro El desafío del universo, han sido una auténtica necesidad para la supervivencia. Cultivar ciertas semillas, llevar el cómputo de las estaciones o las migraciones de las grandes manadas, están, ciertamente, vinculados con el movimiento de la bóveda celeste.
En la antigua y fértil Mesopotamia, por cuyas blandas tierras corrían los ríos Tigris y Éufrates, la astronomía pasó de mano en mano entre los sumerios, los asirios y babilonios, hasta alcanzar su máximo esplendor hacia los años 600 y 500 a.C. Las noches, claras y luminosas, permitían la observación de las estrellas cuyo movimiento semejaba una suerte de bloque uniforme: el firmamento se transformó en figuras de hombres y animales; cinco planetas, Shamash (Sol) y Sin (Luna), cifraron de un extraño asombro la oscura piel de la tierra.
Si en los babilonios arden como una llama inagotable los signos del Zodiaco, en Egipto, a orillas del Nilo, ese río del color del poniente, surgían los primeros calendarios bajo el curso del Sol, o el orto heliaco de Sirio que anunciaba el principio del año. El tiempo se hilvanó en mitos y extrañas cosmologías sobre la forma rectangular del universo, o en una temprana matemática para establecer rudimentarias leyes físicas. Egipto, de arenas milenarias, hizo de la noche un Nilo celeste donde navegaban estrellas de fuego con nombres de deidades suspendidas de una cúpula donde se entrecruzaban todas las direcciones cardinales.
La astronomía china deviene de la idea de armonía existente entre la vida humana y el orden cósmico del universo. Un discreto número de leyendas que han llegado a nuestros días, refieren la importancia de los emperadores para la comprensión del cosmos. Un ejemplo de ello es la residencia que habitaba en el Polo Norte celeste, Yuhuang, “el Emperador de Jade”, de quien se creía que descendía el rey que gobernaba el imperio. Se relata, además, que las estrellas que forman el trapecio de la constelación de la Osa Mayor eran el trono del Emperador, mientras que las restantes estrellas que dan forma a la cola, representan el séquito de altos funcionarios. Para los chinos el conocimiento del universo estaba regido por aspectos míticos y filosóficos, pervivía, de alguna manera, una estrecha unión del hombre mortal, que divide la tierra en dos esferas, una de 100.000 kilómetros y la otra de 150.000 kilómetros, con la danza numinosa de los astros.
Las prácticas de la astronomía en las culturas mesoamericanas, justifican el interés de todo ser humano de admirar la noche de los astros y tejer en esas fulgurantes vestiduras una extensión de sí mismo, que le permita desandar sus propios caminos hacia un origen razonablemente poético del Uno en el Todo y del Todo en el Uno, el universo. Acaso sea esta la mayor consigna del ser astrófilo.
De los objetos celestes a quienes los mayas concedieron mayor atención, sin duda fue a Venus. La observación cuidadosa del perlado planeta dio cuenta de sus ciclos: 584 días para que Venus y la Tierra se alineen con respecto al Sol, y, un total de 2.922 días para que Venus, La Tierra y el Sol coincidan en sus posiciones. El Códice de Dresde guarda una detallada descripción de estos ciclos planetarios. Venus, eterno danzante, era llamado Kukulkan en honor al dios de las artes y de la guerra, y Chac, como devoción al dios de la lluvia y la fertilidad.
Toda observación del cielo tiende a la desmesura, pero no por ello a la cordura. Los aztecas consideraban que el mundo era un ciclo cuyo fin siempre tendía a la destrucción. Amparados bajo el Quinto Sol, creían en la perfección, ¿acaso evolutiva?, de los seres humanos, plantas y animales. La tierra, extendida en un total de 13 cielos, era la cámara celeste misma: columbraban allí el centro de la tierra y los cuatro puntos cardinales, el dios Ometéotl y la serpiente emplumada, Quetzalcóatl. Otros hechos cosmológicos fueron heredados de los anteriores cuatro soles, todos ellos bajo el común símbolo de un mundo cambiante poblado de seres extraordinarios.
Finalmente, el cosmos de los incas no deja de ser admirable, no por las concepciones que de él tenían, sino por el hecho de que en el hemisferio sur no existe una estrella referencial, como es el caso de la Estrella Polar en la zona septentrional del planeta. Por tal motivo, los incas determinaron una rigurosa contemplación a la Vía Láctea, o Mayu, el río celeste. Nuestra galaxia espiral contiene algunas zonas oscuras, en estas los incas descifraban constelaciones y puntos de referencia como la brillante α y β del Centauro. El cielo estrellado estuvo relacionado con fenómenos naturales y tareas de siembra y de cosecha, asimismo como una marca divina para la ejecución de rituales. La concepción astronómica de los incas abundaba en la distinción exacta de ciertos objetos, como el caso de las Pléyades o la Cruz del Sur, como un valioso intento de hallar un reflejo que les concediera una identidad cosmogónica de sus hábitos y familias.
…
Dado nos es erigir un monumento con polvo de estrellas, y en esas partículas hallar toda una diversa concepción astronómica del hombre para con la parcela de tierra que le correspondió habitar.
Acaso no sea más elemental el curso del tiempo en una onda sobre un estanque de agua; acaso no sea más perfecta la espiral que ilustra la hoja del eucalipto en su vertiginosa caída hacia la tierra que la primera contemplación del hombre antiguo al cielo estrellado. Todos llevamos, como un tatuaje o una huella imborrable, el resquicio de esas asombradas pupilas, no porque sea la misma estrella la que se observe, sino que siempre habrá una nueva revelación para aquel que destina sus horas nocturnas a la observación del firmamento. ¿Será una herencia, un instinto o una hermosa necesidad? Como la conjugación del espacio tiempo en la pronunciación de una palabra, toda pregunta, interminablemente, llevará a otra, y a otra, y así hasta el infinito. El deleite mezclado con el asombro, el horror entretejido con la belleza, lo inmensurable confundido con lo diminuto y sencillo; el cosmos, siempre objeto de rigurosas investigaciones, de trenzadas leyes y honrosas especulaciones científicas, también arroja su remota y callada música a unos ojos que desnudan en poesía su cuerpo de fúlgida tiniebla.
Los primeros registros astronómicos datan de unos 20.000 años atrás. El hombre prehistórico, asiduo caminante y persistente recolector de alimentos, hizo, tallando en la dureza de la roca, el hueso o la corteza, los primeros grabados sobre el ciclo lunar o los astros más luminosos del cielo estrellado. Los hallazgos en las ruinas de templos de estas observaciones, aunque transidos por la duda de los milenios, no son menos asombrosos: alzar la mirada al firmamento, tomar datos empíricos sobre el día y la noche, refieren Telmo Fernández y Benjamin Montesinos, en su libro El desafío del universo, han sido una auténtica necesidad para la supervivencia. Cultivar ciertas semillas, llevar el cómputo de las estaciones o las migraciones de las grandes manadas, están, ciertamente, vinculados con el movimiento de la bóveda celeste.
En la antigua y fértil Mesopotamia, por cuyas blandas tierras corrían los ríos Tigris y Éufrates, la astronomía pasó de mano en mano entre los sumerios, los asirios y babilonios, hasta alcanzar su máximo esplendor hacia los años 600 y 500 a.C. Las noches, claras y luminosas, permitían la observación de las estrellas cuyo movimiento semejaba una suerte de bloque uniforme: el firmamento se transformó en figuras de hombres y animales; cinco planetas, Shamash (Sol) y Sin (Luna), cifraron de un extraño asombro la oscura piel de la tierra.
Si en los babilonios arden como una llama inagotable los signos del Zodiaco, en Egipto, a orillas del Nilo, ese río del color del poniente, surgían los primeros calendarios bajo el curso del Sol, o el orto heliaco de Sirio que anunciaba el principio del año. El tiempo se hilvanó en mitos y extrañas cosmologías sobre la forma rectangular del universo, o en una temprana matemática para establecer rudimentarias leyes físicas. Egipto, de arenas milenarias, hizo de la noche un Nilo celeste donde navegaban estrellas de fuego con nombres de deidades suspendidas de una cúpula donde se entrecruzaban todas las direcciones cardinales.
La astronomía china deviene de la idea de armonía existente entre la vida humana y el orden cósmico del universo. Un discreto número de leyendas que han llegado a nuestros días, refieren la importancia de los emperadores para la comprensión del cosmos. Un ejemplo de ello es la residencia que habitaba en el Polo Norte celeste, Yuhuang, “el Emperador de Jade”, de quien se creía que descendía el rey que gobernaba el imperio. Se relata, además, que las estrellas que forman el trapecio de la constelación de la Osa Mayor eran el trono del Emperador, mientras que las restantes estrellas que dan forma a la cola, representan el séquito de altos funcionarios. Para los chinos el conocimiento del universo estaba regido por aspectos míticos y filosóficos, pervivía, de alguna manera, una estrecha unión del hombre mortal, que divide la tierra en dos esferas, una de 100.000 kilómetros y la otra de 150.000 kilómetros, con la danza numinosa de los astros.
Las prácticas de la astronomía en las culturas mesoamericanas, justifican el interés de todo ser humano de admirar la noche de los astros y tejer en esas fulgurantes vestiduras una extensión de sí mismo, que le permita desandar sus propios caminos hacia un origen razonablemente poético del Uno en el Todo y del Todo en el Uno, el universo. Acaso sea esta la mayor consigna del ser astrófilo.
De los objetos celestes a quienes los mayas concedieron mayor atención, sin duda fue a Venus. La observación cuidadosa del perlado planeta dio cuenta de sus ciclos: 584 días para que Venus y la Tierra se alineen con respecto al Sol, y, un total de 2.922 días para que Venus, La Tierra y el Sol coincidan en sus posiciones. El Códice de Dresde guarda una detallada descripción de estos ciclos planetarios. Venus, eterno danzante, era llamado Kukulkan en honor al dios de las artes y de la guerra, y Chac, como devoción al dios de la lluvia y la fertilidad.
Toda observación del cielo tiende a la desmesura, pero no por ello a la cordura. Los aztecas consideraban que el mundo era un ciclo cuyo fin siempre tendía a la destrucción. Amparados bajo el Quinto Sol, creían en la perfección, ¿acaso evolutiva?, de los seres humanos, plantas y animales. La tierra, extendida en un total de 13 cielos, era la cámara celeste misma: columbraban allí el centro de la tierra y los cuatro puntos cardinales, el dios Ometéotl y la serpiente emplumada, Quetzalcóatl. Otros hechos cosmológicos fueron heredados de los anteriores cuatro soles, todos ellos bajo el común símbolo de un mundo cambiante poblado de seres extraordinarios.
Finalmente, el cosmos de los incas no deja de ser admirable, no por las concepciones que de él tenían, sino por el hecho de que en el hemisferio sur no existe una estrella referencial, como es el caso de la Estrella Polar en la zona septentrional del planeta. Por tal motivo, los incas determinaron una rigurosa contemplación a la Vía Láctea, o Mayu, el río celeste. Nuestra galaxia espiral contiene algunas zonas oscuras, en estas los incas descifraban constelaciones y puntos de referencia como la brillante α y β del Centauro. El cielo estrellado estuvo relacionado con fenómenos naturales y tareas de siembra y de cosecha, asimismo como una marca divina para la ejecución de rituales. La concepción astronómica de los incas abundaba en la distinción exacta de ciertos objetos, como el caso de las Pléyades o la Cruz del Sur, como un valioso intento de hallar un reflejo que les concediera una identidad cosmogónica de sus hábitos y familias.
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Dado nos es erigir un monumento con polvo de estrellas, y en esas partículas hallar toda una diversa concepción astronómica del hombre para con la parcela de tierra que le correspondió habitar.
Wilson Pérez Uribe