LA HORA INTERIOR
9. El astrófilo.
II: Astronomía: una pregunta por el ser mismo.
La pregunta por el cosmos siempre ha de sugerir algo inquietante, conmovedor y misterioso. Carl Sagan en alguna parte de Cosmos escribió que “un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano”, cuando contemplamos con el silencio y la benevolencia de la mirada el firmamento nocturno. ¿Por qué sentimos un desorden en la sangre cuando ansiamos conocer más sobre la mecánica de los cielos?, ¿desde qué instante histórico nos ha interesado medir el universo?, ¿qué es nuestro azul planeta en la eternidad del espacio?, ¿qué somos nosotros, una ilusión equívoca de algún dios o un puñado de polvo de estrellas? Preguntarse es recaer en lo abrumador; preguntarse es prefigurar aquello que consideramos lejano y a la vez cercano: el universo tatuado con el hábito de la materia oscura, el vacío, la luz y la eterna belleza bordada con hilos de misterio.
Quizá sea verídico plantear que las ciencias astronómicas vieron su luz en la Antigua Grecia, caracterizada por el transcurso del mythos al logos: explicación racional a los fenómenos naturales. Tales de Mileto (c. 624-547 a.C) fue quien propuso, a la luminosidad de las especulaciones egipcias y babilónicas, que la tierra tenía la forma de un disco plano bajo la bóveda del cielo, donde el Todo flotaba en un océano infinito. El agua elemental, junto a la tierra, arrastraba en sus corrientes a las estrellas alrededor de la esfera planetaria. En aquella época, Anaximandro (c. 610-547) elaboraría un modelo donde la Tierra se halla flotando en el centro del Universo. La sustancia primaria no es el agua, sino que es el apeiron, “una especie de neblina en la cual, y de forma ocasional, se abren agujeros a modo de ventanas a través de las cuales se puede ver que más allá brillan el fuego y la luz constante” (Frenandez & Montesinos, 2007).
Especulaciones que concibieron al aire como origen, hasta otras unidas en el concepto de esfericidad de la Tierra, argumentada por Pitágoras, no son menos que atisbos de una claridad en constante búsqueda que retiene su mirada en el alto resplandor de Alejandría: Eratóstenes de Cirene cifró en una medida casi exacta la circunferencia terrestre, 39.670 kilómetros. Hiparco de Nicea fue el observador más inquisitivo del cielo, comparando, trazando planos en cuya precisión se resumen las distancias del Sol y la Luna desde la Tierra, el descubrimiento de una nova en la constelación del Escorpión y la clasificación de las estrellas por magnitudes según su brillo. La Tierra, ese azul planeta de movimiento constante, contenido de la extraña conciencia y perplejidad humana, destila su orfebre bullicio de agua rumorosa, de brisa agitada, de hierba aún no sesgada, de árboles de hoja ancha para comprenderse parte de un universo que cede a la desmesurada belleza de lo inabarcable.
La historia de la astronomía no se ha dividido en otras disciplinas, más bien se ha alimentado de otros saberes como la física, la química, la biología, las matemáticas. Quizá de este modo, nombres como los de Johannes Kepler, Galileo Galilei, Isaac Newton, Charles Darwin, Albert Einsten o Edwin Hubble, hacen parte de la fértil morada de estudios e investigaciones científicas sobre el cosmos.
Ahora bien, surge entonces una inquietud, y es la referente a la literatura. ¿Qué relaciones se han trazado entre la astronomía y el cultivo de las letras? La respuesta es fluctuante, sin un asidero común, ya que, felizmente, las referencias son abundantes y prestas a entablar una reflexión rica en posibilidades, una reflexión que poco a poco vaya develando ese carácter del astrófilo como fino contemplador de la noche, que en su soledad, en su armonía con las leyes naturales, ha ido descifrando, a fuerza de un poco tiempo y un poco de sensibilidad, qué hay más allá de ese pequeño punto azul donde se ha de vivir, amar, soñar y morir.
Dante Alighieri quizá sea uno de los ejemplos más visibles, su Divina Comedia abunda en modelos cosmológicos sobre la ordenación de la tierra con respecto al espacio. En el canto undécimo del “Infierno”, se dirige Virgilio a Dante en la salida del ribazo donde han dialogado sobre el castigo verdadero que deben recibir los que con usura han ofendido a Dios: “Mas ahora sígueme, que me place andar, pues los Peces brillan y en el horizonte, y todo el carro se inclina sobre el Coro, y ésta pendiente tiene lejos de aquí su término”. Las posiciones de las constelaciones advierten, en la obra de Dante, la proximidad de la aurora y del poniente: la noche antigua cargada de primigenias formas no se agota en marcar, como una suerte de astrolabio, el finísimo instante en que el planeta cede a los estados de la vigilia y el sueño. Otro claro ejemplo ha sido la obra del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Cántico Cósmico. En su trabajo poético confluyen desde el big-bang hasta la evolución molecular. De esta manera inicia la Cantiga I: “En el principio no había nada / ni espacio / ni tiempo. / El universo entero concentrado / en el espacio del núcleo de un átomo” (…). Al final de la Cantiga VII dice el poeta: “Y el que no sabemos qué sabemos. / Las lágrimas son H2O y van al mar. / ¿Pero el mar y el amor adónde van? / ¿Es partícula o es onda?
Astronomía y poesía confluyen en la palabra hacia una condensación primitiva de la contemplación del hombre sobre todo lo que le rodea: árboles, hojas, troncos, raíces, savia, moléculas, átomos; estrellas, galaxias, nebulosas, supernovas, púlsares, agujeros negros. Quizá sea verídico afirmar que poetas como Gloria Elena Mattei, Olga Arias, Antonio Mora Vélez o Carlos Framb han dedicado páginas memorables a la alabanza de la estrella de soledad prematura.
Vicente Aleixandre, poeta y nobel español, gran amigo de Pablo Neruda, Miguel Hernández, Luis Cernuda y otros de aquella inolvidable generación del 27, en su poema “Cinemática”, pervive un logrado intento por fusionar dos elementos aparentemente diversos y desiguales: el cuerpo desnudo y la noche cósmica. “Asechanzas rasan filos / por ti. Dibujan tu cuerpo / sobre el fondo azul profundo / de ti misma, ya postrero. // Meteoro de negrura. / Tu bulto. Cometa. Lienzos / de pared limitan cauces / hacia noche solo abiertos”. La poesía como la narrativa ha destilado una rica ilusión que se apropia de conceptos científicos para construir un campo de ficción confundido con la realidad. Tales son los casos de Julio Verne, H.G Wells o Ray Bradbury.
Como se ha dicho, son casi innumerables las referencias sobre poetas, novelistas o cuentistas que han buscado en la astronomía una vaga señal de creatividad y de imaginación. La literatura ha tenido la confianza de establecer diálogos con otros saberes, no solo con la psicología, la antropología o la mitología, también la ciencia ha sido una suerte de surtidor que en cada página acecha con la sombra de un raudo cometa o la turbia energía cósmica de un cuásar. Quizá, como la selección natural de las especies, fruto primitivo de la combustión de moléculas en los hornos estelares, la astronomía se ha adaptado a otros lenguajes, no para responder a los misterios del universo, más bien, si se le quiere ver así, para preguntarse, además por los ciclos y la composición de un cometa errante o el movimiento de las galaxias más lejanas, también por el ser humano, ese fino observador, inquisitivo siempre: porque sin ojos no existiría la noche o el día, sin extremidades, sin cerebro no existiría tanto artefacto, tanta industria espacial; sin la inquietud postrada en el núcleo del corazón no existiría ese alto anhelo por saber de dónde provenimos, qué somos o, finalmente, qué seremos.
…
En un bello texto hallado en el “Tercer tratado de armonía” del poeta leonés Antonio Colinas, leemos: “El reencuentro con el firmamento nocturno en este silencio y en esta soledad nos lleva siempre a formularnos una pregunta clave, pregunta que nace de nuestra insignificancia humana y, a la vez, de nuestras ansias de infinitud. Se trata de una pregunta que en nuestro tiempo se formuló Unamuno en su poema “Aldebarán”: “¿Qué hay del otro lado del espacio?”. No obstante, dicha pregunta se ha reformulado en una cuestión por el ser mismo, es decir, ¿quién soy yo?, tal como se refiere en los Vedas, o en el famoso Kôan del budismo zen: ¿Quién soy yo, cuál es la naturaleza de mi ser verdadero? Antonio Colinas continua en su reflexión, acaso con una voz temblorosa, acaso imbuido por noches azules tatuadas de rojas hogueras o de un abismo de honda quietud: “Hoy como ayer, y quizá como siempre, este firmamento desnudo y hermoso, que enciende nuestras ansias de eternidad, no responde a estas preguntas decisivas”.
“(…) nuestra materia, nuestra forma y gran parte de nuestro carácter
está determinado por la profunda relación existente entre
la vida y el Cosmos”.
-Carl Sagan, “Las vidas de las estrellas”, Cosmos
La pregunta por el cosmos siempre ha de sugerir algo inquietante, conmovedor y misterioso. Carl Sagan en alguna parte de Cosmos escribió que “un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano”, cuando contemplamos con el silencio y la benevolencia de la mirada el firmamento nocturno. ¿Por qué sentimos un desorden en la sangre cuando ansiamos conocer más sobre la mecánica de los cielos?, ¿desde qué instante histórico nos ha interesado medir el universo?, ¿qué es nuestro azul planeta en la eternidad del espacio?, ¿qué somos nosotros, una ilusión equívoca de algún dios o un puñado de polvo de estrellas? Preguntarse es recaer en lo abrumador; preguntarse es prefigurar aquello que consideramos lejano y a la vez cercano: el universo tatuado con el hábito de la materia oscura, el vacío, la luz y la eterna belleza bordada con hilos de misterio.
Quizá sea verídico plantear que las ciencias astronómicas vieron su luz en la Antigua Grecia, caracterizada por el transcurso del mythos al logos: explicación racional a los fenómenos naturales. Tales de Mileto (c. 624-547 a.C) fue quien propuso, a la luminosidad de las especulaciones egipcias y babilónicas, que la tierra tenía la forma de un disco plano bajo la bóveda del cielo, donde el Todo flotaba en un océano infinito. El agua elemental, junto a la tierra, arrastraba en sus corrientes a las estrellas alrededor de la esfera planetaria. En aquella época, Anaximandro (c. 610-547) elaboraría un modelo donde la Tierra se halla flotando en el centro del Universo. La sustancia primaria no es el agua, sino que es el apeiron, “una especie de neblina en la cual, y de forma ocasional, se abren agujeros a modo de ventanas a través de las cuales se puede ver que más allá brillan el fuego y la luz constante” (Frenandez & Montesinos, 2007).
Especulaciones que concibieron al aire como origen, hasta otras unidas en el concepto de esfericidad de la Tierra, argumentada por Pitágoras, no son menos que atisbos de una claridad en constante búsqueda que retiene su mirada en el alto resplandor de Alejandría: Eratóstenes de Cirene cifró en una medida casi exacta la circunferencia terrestre, 39.670 kilómetros. Hiparco de Nicea fue el observador más inquisitivo del cielo, comparando, trazando planos en cuya precisión se resumen las distancias del Sol y la Luna desde la Tierra, el descubrimiento de una nova en la constelación del Escorpión y la clasificación de las estrellas por magnitudes según su brillo. La Tierra, ese azul planeta de movimiento constante, contenido de la extraña conciencia y perplejidad humana, destila su orfebre bullicio de agua rumorosa, de brisa agitada, de hierba aún no sesgada, de árboles de hoja ancha para comprenderse parte de un universo que cede a la desmesurada belleza de lo inabarcable.
La historia de la astronomía no se ha dividido en otras disciplinas, más bien se ha alimentado de otros saberes como la física, la química, la biología, las matemáticas. Quizá de este modo, nombres como los de Johannes Kepler, Galileo Galilei, Isaac Newton, Charles Darwin, Albert Einsten o Edwin Hubble, hacen parte de la fértil morada de estudios e investigaciones científicas sobre el cosmos.
Ahora bien, surge entonces una inquietud, y es la referente a la literatura. ¿Qué relaciones se han trazado entre la astronomía y el cultivo de las letras? La respuesta es fluctuante, sin un asidero común, ya que, felizmente, las referencias son abundantes y prestas a entablar una reflexión rica en posibilidades, una reflexión que poco a poco vaya develando ese carácter del astrófilo como fino contemplador de la noche, que en su soledad, en su armonía con las leyes naturales, ha ido descifrando, a fuerza de un poco tiempo y un poco de sensibilidad, qué hay más allá de ese pequeño punto azul donde se ha de vivir, amar, soñar y morir.
Dante Alighieri quizá sea uno de los ejemplos más visibles, su Divina Comedia abunda en modelos cosmológicos sobre la ordenación de la tierra con respecto al espacio. En el canto undécimo del “Infierno”, se dirige Virgilio a Dante en la salida del ribazo donde han dialogado sobre el castigo verdadero que deben recibir los que con usura han ofendido a Dios: “Mas ahora sígueme, que me place andar, pues los Peces brillan y en el horizonte, y todo el carro se inclina sobre el Coro, y ésta pendiente tiene lejos de aquí su término”. Las posiciones de las constelaciones advierten, en la obra de Dante, la proximidad de la aurora y del poniente: la noche antigua cargada de primigenias formas no se agota en marcar, como una suerte de astrolabio, el finísimo instante en que el planeta cede a los estados de la vigilia y el sueño. Otro claro ejemplo ha sido la obra del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Cántico Cósmico. En su trabajo poético confluyen desde el big-bang hasta la evolución molecular. De esta manera inicia la Cantiga I: “En el principio no había nada / ni espacio / ni tiempo. / El universo entero concentrado / en el espacio del núcleo de un átomo” (…). Al final de la Cantiga VII dice el poeta: “Y el que no sabemos qué sabemos. / Las lágrimas son H2O y van al mar. / ¿Pero el mar y el amor adónde van? / ¿Es partícula o es onda?
Astronomía y poesía confluyen en la palabra hacia una condensación primitiva de la contemplación del hombre sobre todo lo que le rodea: árboles, hojas, troncos, raíces, savia, moléculas, átomos; estrellas, galaxias, nebulosas, supernovas, púlsares, agujeros negros. Quizá sea verídico afirmar que poetas como Gloria Elena Mattei, Olga Arias, Antonio Mora Vélez o Carlos Framb han dedicado páginas memorables a la alabanza de la estrella de soledad prematura.
Vicente Aleixandre, poeta y nobel español, gran amigo de Pablo Neruda, Miguel Hernández, Luis Cernuda y otros de aquella inolvidable generación del 27, en su poema “Cinemática”, pervive un logrado intento por fusionar dos elementos aparentemente diversos y desiguales: el cuerpo desnudo y la noche cósmica. “Asechanzas rasan filos / por ti. Dibujan tu cuerpo / sobre el fondo azul profundo / de ti misma, ya postrero. // Meteoro de negrura. / Tu bulto. Cometa. Lienzos / de pared limitan cauces / hacia noche solo abiertos”. La poesía como la narrativa ha destilado una rica ilusión que se apropia de conceptos científicos para construir un campo de ficción confundido con la realidad. Tales son los casos de Julio Verne, H.G Wells o Ray Bradbury.
Como se ha dicho, son casi innumerables las referencias sobre poetas, novelistas o cuentistas que han buscado en la astronomía una vaga señal de creatividad y de imaginación. La literatura ha tenido la confianza de establecer diálogos con otros saberes, no solo con la psicología, la antropología o la mitología, también la ciencia ha sido una suerte de surtidor que en cada página acecha con la sombra de un raudo cometa o la turbia energía cósmica de un cuásar. Quizá, como la selección natural de las especies, fruto primitivo de la combustión de moléculas en los hornos estelares, la astronomía se ha adaptado a otros lenguajes, no para responder a los misterios del universo, más bien, si se le quiere ver así, para preguntarse, además por los ciclos y la composición de un cometa errante o el movimiento de las galaxias más lejanas, también por el ser humano, ese fino observador, inquisitivo siempre: porque sin ojos no existiría la noche o el día, sin extremidades, sin cerebro no existiría tanto artefacto, tanta industria espacial; sin la inquietud postrada en el núcleo del corazón no existiría ese alto anhelo por saber de dónde provenimos, qué somos o, finalmente, qué seremos.
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En un bello texto hallado en el “Tercer tratado de armonía” del poeta leonés Antonio Colinas, leemos: “El reencuentro con el firmamento nocturno en este silencio y en esta soledad nos lleva siempre a formularnos una pregunta clave, pregunta que nace de nuestra insignificancia humana y, a la vez, de nuestras ansias de infinitud. Se trata de una pregunta que en nuestro tiempo se formuló Unamuno en su poema “Aldebarán”: “¿Qué hay del otro lado del espacio?”. No obstante, dicha pregunta se ha reformulado en una cuestión por el ser mismo, es decir, ¿quién soy yo?, tal como se refiere en los Vedas, o en el famoso Kôan del budismo zen: ¿Quién soy yo, cuál es la naturaleza de mi ser verdadero? Antonio Colinas continua en su reflexión, acaso con una voz temblorosa, acaso imbuido por noches azules tatuadas de rojas hogueras o de un abismo de honda quietud: “Hoy como ayer, y quizá como siempre, este firmamento desnudo y hermoso, que enciende nuestras ansias de eternidad, no responde a estas preguntas decisivas”.
Wilson Pérez Uribe