LA HORA INTERIOR
7. La clepsidra y la sombra: a propósito del “Fedón o el vértigo” de Marguerite Yourcenar.
El Fedón o sobre el alma es un diálogo platónico cuyo ambiente refiere los últimos momentos de vida de Sócrates. En él, Platón desencadena una discusión sobre la inmortalidad del alma basada en la teoría de las ideas y en la teoría de la reminiscencia. Siglos después, la escritora belga y afrancesada Marguerite Yourcenar, elaborará un reinterpretación de dicho diálogo gracias a una breve indicación que hace Diógenes Laercio sobre la extraña adolescencia de Fedón, que se superpone entre la Atenas moderna y la Atenas de la dorada juventud de la época de Alcibiades. Fedón o el vértigo de la escritora de Memorias de Adriano o Como el agua que fluye, es un texto de una alta filigrana verbal sobre el cual el tiempo se hilvana en la vida de Fedón para descender en un encuentro fortuito con la sabiduría y la perplejidad ante el instante presente. El tiempo que se ha hilado en Fedón, el tiempo del Todo en el Uno y del Uno en el Todo, viene a aclarar la fisionomía de una joven vida en el rostro de Sócrates, un esclavo más condenado a visitar los jardines de la muerte.
Jorge Luis Borges, citando a Arthur Schopenhauer en su “Nueva refutación del tiempo”, ha escrito que “el tiempo es como un círculo que girará infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora”. El dictamen puede contrastar con otra aseveración de Borges, cuando observa que el presente siempre tendrá una partícula de pasado y una partícula de infinito. En el texto de Yourcenar, Fedón transcurre en una suerte de instantes que siempre han de ser un presente eterno que sucede en la dimensión de lo que Es. Esa secuencia, que es el tiempo mismo, reconstruye las formas disímiles del pasado y la vaga cartografía del porvenir. El tiempo existe pero no le cuesta nada a los filósofos, “(…) nos endulza como a las frutas y nos reseca como a las hierbas”. El tiempo, dice Fedón, no existe para los amantes, su vívida locura los arrebata hacia lo absoluto, pero los sangrientos relojes del transcurrir temporal los acerca a la vejez y a la muerte. El tiempo sucede, como al arte, porque sí; entre su sombra, desatada en el momento del nacimiento, Fedón tiene consciencia del dolor y por ende del conocimiento de la muerte que toma las facciones del rostro radiante de una mujer. El discípulo de Sócrates, invadido en un primer momento por la compartida amistad y la negada intención de descifrar el futuro en los astros y concebirlo sí como una inagotable fuente de dicha, se asemeja a los duros objetos de las estatuas que, como dirá Yourcenar en su texto “El tiempo, gran escultor”, “(…) moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia”.
Comprado por un mercader de hombres luego del asalto a la ciudad de Olimpia, y con la imposibilidad de suicidarse, Fedón debe trabajar como bailarín en la ciudad de Corinto; esa labor de esclavo donde perdería la noción de joven príncipe. El tiempo ata sus nudos, entrelaza sus caminos; el tiempo, el ahora, se devana en la eternidad con todas sus leyes. Borges observa que algunos textos budistas, a parte del Camino de la pureza, rezan que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una mera ilusión, vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solitarios. Esta curiosa aseveración constituye la forma en cómo Fedón pasa a ser un objeto comprado por un desconocido para el fatuo agrado de un viejo sabio de los barrios de Atenas.
Ahora bien, el tiempo de Fedón se conjuga en el encuentro con la sabiduría. ¿Se puede acaso entender el tiempo como un todo explicable al final de ciertos acontecimientos que no niegan la voluptuosidad o el horror de lo sucesivo? François Jullien ha observado, entre otras cosas, que “(…) el nacimiento y la muerte se definen por una extensión temporal”, ante lo cual se puede advertir que esta prosa poética que retrata en su misma esencia el tiempo como río escultor de la vida, representa un instante unificador que escapa del tiempo mismo, puesto ha encontrado la razón de su partida y la justificación de su llegada. Fedón en compañía de Sócrates: el tiempo anudado frente a cualquier prisa del destino; el tiempo de un instante donde el amor escribe la razón de una vida que descarga sus últimas gotas de agua en el interior de la clepsidra.
Sócrates es la imagen del culmen, sus últimas horas recuerdan a Fedón que, flagelado por la pobreza, la vejez, la fealdad propia y la belleza de otros, “(…) había comprendido que el destino no es más que un molde de hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores”. La sabiduría múltiple de Sócrates extraía de los tiernos cuerpos humanos una efigie divina y ayudaba a las almas a partir; su propia libertad eran sus criaturas abiertas a las verdades desnudas; su tiempo último era la cicuta cultivada y la copa ya preparada para el fatal oficio. Platón en su diálogo pondrá en los labios de Sócrates esta aserción, justa y dulcemente humana: “Los dioses tienen la necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses”. Ya ingerida la cruel bebida entre los llantos lastimeros de los discípulos y los trazos garabateados de las últimas palabras del maestro, ya desvanecido el espíritu entre las músicas del dolor, la piedad y la virtud, ya consumado el tiempo propio de Fedón: su juventud, su época de esclavo, su mañana junto a las piernas del hombre que deshizo en verdad otras verdades de menor cuantía.
Marguerite Yourcenar ha representado a un Fedón que, a fuerza de tiempo, no es el bailarín o aquel que ignoraba el destino remarcado en los astros, ni aquel que aprendió a respirar en el instante presente para entender la durabilidad de lo vivido en la imposibilidad secreta y no menos verosímil del morir. Fedón es la ardiente llama ya conjugada en la temporalidad de las cosas, que arde junto al lecho donde Sócrates muere con los ojos abiertos.
El Fedón o sobre el alma es un diálogo platónico cuyo ambiente refiere los últimos momentos de vida de Sócrates. En él, Platón desencadena una discusión sobre la inmortalidad del alma basada en la teoría de las ideas y en la teoría de la reminiscencia. Siglos después, la escritora belga y afrancesada Marguerite Yourcenar, elaborará un reinterpretación de dicho diálogo gracias a una breve indicación que hace Diógenes Laercio sobre la extraña adolescencia de Fedón, que se superpone entre la Atenas moderna y la Atenas de la dorada juventud de la época de Alcibiades. Fedón o el vértigo de la escritora de Memorias de Adriano o Como el agua que fluye, es un texto de una alta filigrana verbal sobre el cual el tiempo se hilvana en la vida de Fedón para descender en un encuentro fortuito con la sabiduría y la perplejidad ante el instante presente. El tiempo que se ha hilado en Fedón, el tiempo del Todo en el Uno y del Uno en el Todo, viene a aclarar la fisionomía de una joven vida en el rostro de Sócrates, un esclavo más condenado a visitar los jardines de la muerte.
Jorge Luis Borges, citando a Arthur Schopenhauer en su “Nueva refutación del tiempo”, ha escrito que “el tiempo es como un círculo que girará infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora”. El dictamen puede contrastar con otra aseveración de Borges, cuando observa que el presente siempre tendrá una partícula de pasado y una partícula de infinito. En el texto de Yourcenar, Fedón transcurre en una suerte de instantes que siempre han de ser un presente eterno que sucede en la dimensión de lo que Es. Esa secuencia, que es el tiempo mismo, reconstruye las formas disímiles del pasado y la vaga cartografía del porvenir. El tiempo existe pero no le cuesta nada a los filósofos, “(…) nos endulza como a las frutas y nos reseca como a las hierbas”. El tiempo, dice Fedón, no existe para los amantes, su vívida locura los arrebata hacia lo absoluto, pero los sangrientos relojes del transcurrir temporal los acerca a la vejez y a la muerte. El tiempo sucede, como al arte, porque sí; entre su sombra, desatada en el momento del nacimiento, Fedón tiene consciencia del dolor y por ende del conocimiento de la muerte que toma las facciones del rostro radiante de una mujer. El discípulo de Sócrates, invadido en un primer momento por la compartida amistad y la negada intención de descifrar el futuro en los astros y concebirlo sí como una inagotable fuente de dicha, se asemeja a los duros objetos de las estatuas que, como dirá Yourcenar en su texto “El tiempo, gran escultor”, “(…) moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia”.
Comprado por un mercader de hombres luego del asalto a la ciudad de Olimpia, y con la imposibilidad de suicidarse, Fedón debe trabajar como bailarín en la ciudad de Corinto; esa labor de esclavo donde perdería la noción de joven príncipe. El tiempo ata sus nudos, entrelaza sus caminos; el tiempo, el ahora, se devana en la eternidad con todas sus leyes. Borges observa que algunos textos budistas, a parte del Camino de la pureza, rezan que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una mera ilusión, vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solitarios. Esta curiosa aseveración constituye la forma en cómo Fedón pasa a ser un objeto comprado por un desconocido para el fatuo agrado de un viejo sabio de los barrios de Atenas.
Ahora bien, el tiempo de Fedón se conjuga en el encuentro con la sabiduría. ¿Se puede acaso entender el tiempo como un todo explicable al final de ciertos acontecimientos que no niegan la voluptuosidad o el horror de lo sucesivo? François Jullien ha observado, entre otras cosas, que “(…) el nacimiento y la muerte se definen por una extensión temporal”, ante lo cual se puede advertir que esta prosa poética que retrata en su misma esencia el tiempo como río escultor de la vida, representa un instante unificador que escapa del tiempo mismo, puesto ha encontrado la razón de su partida y la justificación de su llegada. Fedón en compañía de Sócrates: el tiempo anudado frente a cualquier prisa del destino; el tiempo de un instante donde el amor escribe la razón de una vida que descarga sus últimas gotas de agua en el interior de la clepsidra.
Sócrates es la imagen del culmen, sus últimas horas recuerdan a Fedón que, flagelado por la pobreza, la vejez, la fealdad propia y la belleza de otros, “(…) había comprendido que el destino no es más que un molde de hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores”. La sabiduría múltiple de Sócrates extraía de los tiernos cuerpos humanos una efigie divina y ayudaba a las almas a partir; su propia libertad eran sus criaturas abiertas a las verdades desnudas; su tiempo último era la cicuta cultivada y la copa ya preparada para el fatal oficio. Platón en su diálogo pondrá en los labios de Sócrates esta aserción, justa y dulcemente humana: “Los dioses tienen la necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses”. Ya ingerida la cruel bebida entre los llantos lastimeros de los discípulos y los trazos garabateados de las últimas palabras del maestro, ya desvanecido el espíritu entre las músicas del dolor, la piedad y la virtud, ya consumado el tiempo propio de Fedón: su juventud, su época de esclavo, su mañana junto a las piernas del hombre que deshizo en verdad otras verdades de menor cuantía.
Marguerite Yourcenar ha representado a un Fedón que, a fuerza de tiempo, no es el bailarín o aquel que ignoraba el destino remarcado en los astros, ni aquel que aprendió a respirar en el instante presente para entender la durabilidad de lo vivido en la imposibilidad secreta y no menos verosímil del morir. Fedón es la ardiente llama ya conjugada en la temporalidad de las cosas, que arde junto al lecho donde Sócrates muere con los ojos abiertos.
Wilson Pérez Uribe