LA HORA INTERIOR
10. El astrófilo.
III: La noche de los astros: entre las palabras y el silencio.
En ciertas memorables páginas que Octavio Paz dedicó a André Bretón y al surrealismo, leemos: “El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse”. El hombre no es más que un ser amoroso que siente la viva encarnación de sus sueños en todo lo que desea. No menos razonable es la afirmación del nobel mexicano que las mismas palabras que se desprenden del término astrófilo. La etimología nos ha enseñado, ya a expensas de la tradición, que la raíz griega áster- significa estrella, y philos- significa amor. Oculta está la palabra imaginación en la vertiente nominal de astrófilo; fundidas en su piel yacen los verbos mirar, contemplar, observar, admirar. Astrófilo no es más que, retomando a Octavio Paz, un ser que imagina, pero cuyas formas de imaginar siempre han de partir de su interior hacia el exterior: el firmamento nocturno.
¿Dónde reside la mayor y más poderosa satisfacción del astrófilo? Como el antiguo nómada que trazaba especulaciones en la noche constelada, en el mediodía sin sombra o en la bifurcación del relámpago, el astrófilo se deleita con la contemplación de los objetos celestes. La proyección de su ser no la otorgan las vanas materias terrenales, el cosmos con sus secretos y su música de onda de luz y de pasado, ha de conferir de todo cuanto goce pueda soportar la maravillada pupila y el crepitante latir del corazón.
¿Qué es aquello que puede generar una lágrima, una profunda emoción o las sílabas de una reflexión cuya fisionomía de reptil o de pez también surgió de la formación, gota a gota, de elementos pesados y débiles a partir de la gran masa de una estrella en constante combustión?
El suscitado interés por la observación del cielo estrellado no es un acontecimiento moderno, salvo por los instrumentos, ciertamente debe ser considerado como un fenómeno de milenios. Quizá el sentido se haya redimensionado con la aparición del primer telescopio en la época de Galileo Galilei, pero no así la perplejidad o todo claro atisbo de asombro que está más allá del rígido dictamen positivista, que no deja de ser válido para la comprensión de ciertos fenómenos físicos. Quizá la noche sea inmutable con todas sus leyes y sus secretos y sus bellezas, pero los ojos desgarrados por el temblor luminoso de una estrella, pensemos en la multicolor Sirio o en el sistema de Alfa Centauri, sólo ceden al gemido, al llanto, a la exclamación o, en su defecto, a la palabra.
El astrófilo vive entre el silencio y las palabras, no un silencio ciego frente al exacto desorden del firmamento o una palabra sesgada por la condición natural del hombre. Un silencio vivo, atento, desnudo a lo imprevisible; una palabra reveladora del ser y de lo sagrado, que manifieste la conexión entre el flujo sanguíneo y los átomos danzantes en el centro galáctico; una palabra puente, una palabra poética que se desnude en la primitiva conciencia de todo sentir y todo pensar.
Acaso el hecho de admirar las estrellas se convierta en un viaje personal que en su singularidad, está transido por la historia planetaria. Es fácil afirmar que cuestiones tales como la existencia de vida en otras latitudes del cosmos concierne a muy pocas personas, no obstante, hay otros puntos, además del interés por saber qué hay más allá del universo observable, qué hay de cierto en la teoría del multiverso o en la teoría de cuerdas, que evidentemente exige la atención de nosotros como seres humanos: el cuidado del planeta Tierra para continuar en la cotidiana y feliz admiración de los fenómenos naturales. Dependemos de la naturaleza: los campos son nuestros principales proveedores de alimentos, los mares se han convertido en una despensa que creemos inagotable, los bosques, los ríos han sido ultrajados de su riqueza inmaterial. La naturaleza humana es fluctuante; muta entre la belleza y el horror.
Somos un solo planeta, un vulnerable cuerpo celeste que gira alrededor de una estrella mayor, el Sol, que, a comparación de otras tantas, es una pequeña esfera que ocupa una diminuta porción de la Vía Láctea. Somos un grano de arena, un punto de pálida luz azul, así como calificó Carl Sagan a la Tierra luego de recibir, un 14 de febrero de 1990, una fotografía tomada por la sonda espacial Voyager I, a una distancia de 6000 millones de kilómetros de nuestro planeta. Concierne entonces al astrófilo interrogarse a sí mismo y a la humanidad, no tanto por descubrir una suerte de poética del cosmos, sino para reflexionar sobre cuál ha sido la posición que como humanos hemos tomado frente a nuestro hogar, ese quebradizo espejo cargado de dioses, de civilizaciones, de ciudades, de tantos e indescifrables afanes; de tantos e incomprensibles conflictos.
…
La noche cantada por los poetas, descifrada, caminada, enternecida por la dualidad del silencio y del bullicio, la noche de los astros en la que Buda despertó, la antigua noche de Ulises sobre la pleamar, la noche danzante para los rostros de Shakespeare, la noche de ojos negros para una luna temblorosa en los dedos de Beethoven, Chopin y Rachmaninov. La noche encendida por los sacrificios de los aztecas, la tatuada noche de brillos y de ausencia, la innombrable noche que sólo vieron Homero, Milton y Borges. La noche astronómica de obsidiana, de vastedad, de vago consuelo para los conmovidos, vagos, enamorados ojos del astrófilo, ese hombre, esa mitología hecha de frágil polvo de estrellas.
En ciertas memorables páginas que Octavio Paz dedicó a André Bretón y al surrealismo, leemos: “El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse”. El hombre no es más que un ser amoroso que siente la viva encarnación de sus sueños en todo lo que desea. No menos razonable es la afirmación del nobel mexicano que las mismas palabras que se desprenden del término astrófilo. La etimología nos ha enseñado, ya a expensas de la tradición, que la raíz griega áster- significa estrella, y philos- significa amor. Oculta está la palabra imaginación en la vertiente nominal de astrófilo; fundidas en su piel yacen los verbos mirar, contemplar, observar, admirar. Astrófilo no es más que, retomando a Octavio Paz, un ser que imagina, pero cuyas formas de imaginar siempre han de partir de su interior hacia el exterior: el firmamento nocturno.
¿Dónde reside la mayor y más poderosa satisfacción del astrófilo? Como el antiguo nómada que trazaba especulaciones en la noche constelada, en el mediodía sin sombra o en la bifurcación del relámpago, el astrófilo se deleita con la contemplación de los objetos celestes. La proyección de su ser no la otorgan las vanas materias terrenales, el cosmos con sus secretos y su música de onda de luz y de pasado, ha de conferir de todo cuanto goce pueda soportar la maravillada pupila y el crepitante latir del corazón.
¿Qué es aquello que puede generar una lágrima, una profunda emoción o las sílabas de una reflexión cuya fisionomía de reptil o de pez también surgió de la formación, gota a gota, de elementos pesados y débiles a partir de la gran masa de una estrella en constante combustión?
El suscitado interés por la observación del cielo estrellado no es un acontecimiento moderno, salvo por los instrumentos, ciertamente debe ser considerado como un fenómeno de milenios. Quizá el sentido se haya redimensionado con la aparición del primer telescopio en la época de Galileo Galilei, pero no así la perplejidad o todo claro atisbo de asombro que está más allá del rígido dictamen positivista, que no deja de ser válido para la comprensión de ciertos fenómenos físicos. Quizá la noche sea inmutable con todas sus leyes y sus secretos y sus bellezas, pero los ojos desgarrados por el temblor luminoso de una estrella, pensemos en la multicolor Sirio o en el sistema de Alfa Centauri, sólo ceden al gemido, al llanto, a la exclamación o, en su defecto, a la palabra.
El astrófilo vive entre el silencio y las palabras, no un silencio ciego frente al exacto desorden del firmamento o una palabra sesgada por la condición natural del hombre. Un silencio vivo, atento, desnudo a lo imprevisible; una palabra reveladora del ser y de lo sagrado, que manifieste la conexión entre el flujo sanguíneo y los átomos danzantes en el centro galáctico; una palabra puente, una palabra poética que se desnude en la primitiva conciencia de todo sentir y todo pensar.
Acaso el hecho de admirar las estrellas se convierta en un viaje personal que en su singularidad, está transido por la historia planetaria. Es fácil afirmar que cuestiones tales como la existencia de vida en otras latitudes del cosmos concierne a muy pocas personas, no obstante, hay otros puntos, además del interés por saber qué hay más allá del universo observable, qué hay de cierto en la teoría del multiverso o en la teoría de cuerdas, que evidentemente exige la atención de nosotros como seres humanos: el cuidado del planeta Tierra para continuar en la cotidiana y feliz admiración de los fenómenos naturales. Dependemos de la naturaleza: los campos son nuestros principales proveedores de alimentos, los mares se han convertido en una despensa que creemos inagotable, los bosques, los ríos han sido ultrajados de su riqueza inmaterial. La naturaleza humana es fluctuante; muta entre la belleza y el horror.
Somos un solo planeta, un vulnerable cuerpo celeste que gira alrededor de una estrella mayor, el Sol, que, a comparación de otras tantas, es una pequeña esfera que ocupa una diminuta porción de la Vía Láctea. Somos un grano de arena, un punto de pálida luz azul, así como calificó Carl Sagan a la Tierra luego de recibir, un 14 de febrero de 1990, una fotografía tomada por la sonda espacial Voyager I, a una distancia de 6000 millones de kilómetros de nuestro planeta. Concierne entonces al astrófilo interrogarse a sí mismo y a la humanidad, no tanto por descubrir una suerte de poética del cosmos, sino para reflexionar sobre cuál ha sido la posición que como humanos hemos tomado frente a nuestro hogar, ese quebradizo espejo cargado de dioses, de civilizaciones, de ciudades, de tantos e indescifrables afanes; de tantos e incomprensibles conflictos.
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La noche cantada por los poetas, descifrada, caminada, enternecida por la dualidad del silencio y del bullicio, la noche de los astros en la que Buda despertó, la antigua noche de Ulises sobre la pleamar, la noche danzante para los rostros de Shakespeare, la noche de ojos negros para una luna temblorosa en los dedos de Beethoven, Chopin y Rachmaninov. La noche encendida por los sacrificios de los aztecas, la tatuada noche de brillos y de ausencia, la innombrable noche que sólo vieron Homero, Milton y Borges. La noche astronómica de obsidiana, de vastedad, de vago consuelo para los conmovidos, vagos, enamorados ojos del astrófilo, ese hombre, esa mitología hecha de frágil polvo de estrellas.
Wilson Pérez Uribe.