LA HORA INTERIOR
4. El día en que John Keats murió
Si la poesía no surge con la misma naturalidad que las hojas del árbol, es mejor que no nazca de ningún otro modo. Esto escribió John Keats, poeta inglés, en una de esas mañanas de verano de Hampstead, Londres, en las que la poesía se imbuía como una medicina para curar los apuros del corazón, de esa víscera noble, en palabras de María Zambrano, que lleva un espacio secreto y misterioso que en ocasiones se abre. Keats, lector ferviente de Milton y de Shakespeare, y que pidió diez años de creación, no es más que la tenue humareda de una llama que ardió, infatigable, en la locura de eso que nombramos como romanticismo. En un viaje hecho a la cascada de Ambleside, noroeste de Inglaterra, pudo escribir estas líneas cuyo significado revela a un hombre entregado por completo a los siempre tensos placeres de la escritura: “Aprenderé poesía aquí y desde ahora escribiré más que nunca, impulsado tan solo por el cometido abstracto de añadir una pizquita más a esa masa de belleza que los espíritus selectos cosechan de estos magníficos materiales al dotarlos de una existencia etérea para recreo de nuestros semejantes”.
Afectado por la tisis, esa enfermedad de poetas, esa abrupta afección pulmonar, Keats dio reposo a su joven cuerpo en una vieja edificación que da a la Piazza di Spagna en Roma. Aire cálido, vestigios de oleaje marino que únicamente solidifican el respirar y preparan una recaída un tanto más humana, fueron testigos de la última noche del poeta, la noche del 23 de febrero de 1821 cuya hondura y pesadez resumieron una vida entregada a la creación de una poesía de las más auténticas, valiosas y memorables del siglo XIX.
Joseph Severn, pintor y fiel amigo de Keats hasta los últimos instantes, dejó escrita una nota donde se conservan algunas palabras que precedieron a la muerte del poeta. “Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”. Su espíritu, cargado aún de sensaciones, ingresa ahora a un estado de calma y de gran paz.
Todo es un reflejo, todo hombre busca la fuente inmóvil de su alma en el frío esqueleto de los días. Keats, que murió a los 26 años, enamorado y creyéndose un fracasado, auscultó una poesía que se inclinaba más al mito de la sensación que a la dominación del pensamiento, vio verdadera belleza en las más humilde manifestación de tristeza, escuchó, como nadie lo ha hecho, el canto del ruiseñor para elevarse en “las alas invisibles de la poesía” y luego aceptar que todo signo de velada verdad es una fina melodía que nos inclina al dulce morir. Vivió entre los dones de la voluntad, la sombra de la incertidumbre y la intensidad de la melancolía
Si en su Endymion escribió: “… ¡Me aferré / a la nada, amé a una nada, nada vi ni sentí / más que un gran ensueño¡”, en un poema escrito para su amada, Fanny Browne, expresa: “… no te quedes ni con un átomo de átomos o muero, / o sigo viviendo, quizás, como tu mísero esclavo”. La vida es un misterio, un arrebato que nos prodigamos, una oscuridad que nos atrevemos a iluminar un poco; no por ello se deja de amar o de sentir el mundo, no por ello se deslinda ese humano deseo de contemplar una tarde de rojos arreboles o de hundir el sueño en los brazos de la noche.
John Keats, cuya obra se ha inmortalizado en las odas al ruiseñor, a una urna griega, al otoño, a Psique y a la melancolía, tras su muerte acabó la escena que fue su corta vida, la vida del poeta entregada a la poesía misma en su estado más puro, más sonoro y más terrible.
Y ya solo queda la muerte que, en la mayoría de los caos, es la más humilde y sencilla de todas las experiencias humanas. Tras ella se desvanecen las columnas erigidas por la palabra, la otrora melodía del agua, los pasos entre el musgo y las piedras, la sombra de los brezos, los labios fugitivos de Fanny Browne.
Si la poesía no surge con la misma naturalidad que las hojas del árbol, es mejor que no nazca de ningún otro modo. Esto escribió John Keats, poeta inglés, en una de esas mañanas de verano de Hampstead, Londres, en las que la poesía se imbuía como una medicina para curar los apuros del corazón, de esa víscera noble, en palabras de María Zambrano, que lleva un espacio secreto y misterioso que en ocasiones se abre. Keats, lector ferviente de Milton y de Shakespeare, y que pidió diez años de creación, no es más que la tenue humareda de una llama que ardió, infatigable, en la locura de eso que nombramos como romanticismo. En un viaje hecho a la cascada de Ambleside, noroeste de Inglaterra, pudo escribir estas líneas cuyo significado revela a un hombre entregado por completo a los siempre tensos placeres de la escritura: “Aprenderé poesía aquí y desde ahora escribiré más que nunca, impulsado tan solo por el cometido abstracto de añadir una pizquita más a esa masa de belleza que los espíritus selectos cosechan de estos magníficos materiales al dotarlos de una existencia etérea para recreo de nuestros semejantes”.
Afectado por la tisis, esa enfermedad de poetas, esa abrupta afección pulmonar, Keats dio reposo a su joven cuerpo en una vieja edificación que da a la Piazza di Spagna en Roma. Aire cálido, vestigios de oleaje marino que únicamente solidifican el respirar y preparan una recaída un tanto más humana, fueron testigos de la última noche del poeta, la noche del 23 de febrero de 1821 cuya hondura y pesadez resumieron una vida entregada a la creación de una poesía de las más auténticas, valiosas y memorables del siglo XIX.
Joseph Severn, pintor y fiel amigo de Keats hasta los últimos instantes, dejó escrita una nota donde se conservan algunas palabras que precedieron a la muerte del poeta. “Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”. Su espíritu, cargado aún de sensaciones, ingresa ahora a un estado de calma y de gran paz.
Todo es un reflejo, todo hombre busca la fuente inmóvil de su alma en el frío esqueleto de los días. Keats, que murió a los 26 años, enamorado y creyéndose un fracasado, auscultó una poesía que se inclinaba más al mito de la sensación que a la dominación del pensamiento, vio verdadera belleza en las más humilde manifestación de tristeza, escuchó, como nadie lo ha hecho, el canto del ruiseñor para elevarse en “las alas invisibles de la poesía” y luego aceptar que todo signo de velada verdad es una fina melodía que nos inclina al dulce morir. Vivió entre los dones de la voluntad, la sombra de la incertidumbre y la intensidad de la melancolía
Si en su Endymion escribió: “… ¡Me aferré / a la nada, amé a una nada, nada vi ni sentí / más que un gran ensueño¡”, en un poema escrito para su amada, Fanny Browne, expresa: “… no te quedes ni con un átomo de átomos o muero, / o sigo viviendo, quizás, como tu mísero esclavo”. La vida es un misterio, un arrebato que nos prodigamos, una oscuridad que nos atrevemos a iluminar un poco; no por ello se deja de amar o de sentir el mundo, no por ello se deslinda ese humano deseo de contemplar una tarde de rojos arreboles o de hundir el sueño en los brazos de la noche.
John Keats, cuya obra se ha inmortalizado en las odas al ruiseñor, a una urna griega, al otoño, a Psique y a la melancolía, tras su muerte acabó la escena que fue su corta vida, la vida del poeta entregada a la poesía misma en su estado más puro, más sonoro y más terrible.
Y ya solo queda la muerte que, en la mayoría de los caos, es la más humilde y sencilla de todas las experiencias humanas. Tras ella se desvanecen las columnas erigidas por la palabra, la otrora melodía del agua, los pasos entre el musgo y las piedras, la sombra de los brezos, los labios fugitivos de Fanny Browne.
Wilson Pérez Uribe.